Homonacionalismo: el odio tras el arcoíris
En las últimas elecciones estadounidenses, francesas y neerlandesas hemos visto cómo una facción del electorado LGB viraba a posturas de extrema derecha, un fenómeno conocido como homonacionalismo. Anteponer la seguridad a los avances sociales como consecuencia de la supuesta invasión de grupos homófobos, así como la aceptación de identidades homonormativas por parte de esta nueva derecha, pone de manifiesto la creciente brecha entre las minorías.
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“Siempre hemos sido uno de los principales partidos apoyados por la comunidad (gay). Creemos que, como los cristianos, judíos, mujeres y periodistas, los gays son también uno de los primeros en pagar el precio de la islamización”. Esta declaración, pronunciada por el influyente político holandés Geert Wilders, constituye un claro ejemplo de la deriva que numerosos partidos políticos de extrema derecha han tomado: la instrumentalización de la causa LGB —lesbianas, gays y bisexuales— como pretexto para legitimar el racismo.
En este caso podemos observar un fenómeno acuñado en 2007 como homonacionalismo a raíz de la publicación del libro Terrorist Assemblages. Homonationalism in queer times, de Jasbir K. Puar. En él la autora describe la creciente incorporación de “elementos homosexuales” que chocan con la definición clásica de buen ciudadano —por ejemplo, la eliminación de las leyes de sodomía estadounidenses en 2003 tras el caso Lawrence contra Texas— con el objetivo de justificar la creciente militarización de EE. UU. tras el comienzo de la “guerra contra el terrorismo”.
De esta forma, la concepción binaria de la sociedad, entendida como la división entre nosotros, portadores de la moralidad, enfrentados a ellos, invasores foráneos disruptivos con el sistema, cobra un nuevo significado. La comunidad LGB ya no debe enfrentarse a una sociedad mayoritariamente homófoba, porque esta ha confeccionado un encorsetado modelo de homosexualidad correcta —con lo que se abre además la puerta a la llamada plumofobia—. El enemigo que acecha es el extranjero, inmigrante de un país cuya cultura homófoba supone un peligro para los logros conseguidos. La bandera arcoíris, adalid de igualdad y liberación, se torna un símbolo de exclusión para todos aquellos que en Occidente vieron la promesa de una vida más justa.
Para ampliar: “La culpa siempre es del otro”, Nacho Esteban en El Huffington Post, 2017
Y la extrema derecha salió del armario
A pesar del origen estadounidense del término, el vínculo entre homosexualidad progresivamente institucionalizada y nacionalismo tomó forma en el Viejo Continente, ya que su primer exponente fueron los Países Bajos. El reino neerlandés, pionero en la aceptación institucional de la comunidad LGB —en 2001 se convirtió en el primer país en legalizar el matrimonio igualitario—, es también el primero en experimentar el fenómeno del homonacionalismo, personificado en Pim Fortuyn. Fortuyn, líder del partido que lleva su nombre, se convirtió en una personalidad tras atacar fervientemente la tradición neerlandesa de consenso político —el llamado modelo Polder— con sus políticas contrarias a la inmigración y el multiculturalismo. A pesar de ser acusado de extremista, el líder neerlandés siempre trató de distanciarse de figuras como Jörg Haider, antiguo líder del Partido de la Libertad de Austria, defendiendo una imagen transversal —él mismo había militado en el Partido Laborista neerlandés—.
Sin duda, su apoyo a los derechos de las mujeres y la comunidad LGB como personaje abiertamente gay, unido a su ferviente rechazo al islam como amenaza al avance de aquellos, le granjeó un importante rédito político. Su ideario puede ser resumido con sus propias palabras: “En las sociedades occidentales tenemos igualdad entre hombres y mujeres, mientras que en la cultura islámica las mujeres son inferiores”. Su asesinato a manos de un activista animalista tuvo dos consecuencias directas: su lista fue la segunda más votada en las elecciones generales —nueve días tras el magnicidio— y su influencia en el tablero político casi lleva a su pupilo Geert Wilders a la presidencia en 2017.
El fortuynismo, primera expresión política del dilema que presenta la integración de grupos culturalmente diferentes, fue heredado por Wilders. Como su antecesor, es un ferviente opositor del multiculturalismo, que considera un peligro tanto para los valores neerlandeses como para la economía del país. La defensa de la homosexualidad como parte de la tradición cultural neerlandesa, en línea con Fortuyn, así como su rechazo de la etiqueta de extrema derecha —asocia la línea de su partido a la derecha liberal—, han tenido importantes consecuencias en los Países Bajos. El Partido por la Libertad, capitaneado por Wilders, se ha convertido en la segunda fuerza política del parlamento neerlandés, lo que manifiesta un auge de la xenofobia en los ciudadanos —incluidos homosexuales y bisexuales—, quienes se ven legitimados para criticar abiertamente la inmigración. Enarbolando una dañada identidad nacional, Wilders ha conseguido algo inaudito para la extrema derecha desde la Segunda Guerra Mundial: escapar de su reducido grupo de votantes homófobos y racistas para atraer a grupos históricamente progresistas, como los colectivos LGB.
Para ampliar: “The Geert Wilders Effect and the national election in the Netherlands.” James Traub en Chicago Tribune, 2017
Liberté, egalité, homonationalité
A pesar del gran peso del homonacionalismo en los Países Bajos, Francia constituye el caso más llamativo, ya que es en el seno del Frente Nacional donde este fenómeno ha tenido mayor influencia. Tras su elección como presidenta del Frente en 2011, Marine le Pen se ha volcado en modernizar el partido para acabar así con la imagen extremista con la que su anterior líder había lastrado al partido; Jean-Marie Le Pen, antiguo presidente y padre de la actual lideresa, llegó a afirmar que la homosexualidad era una “anomalía biológica y social”. El riesgo que la llamada islamización representa para las mujeres francesas ha sido su primer argumento para defender el fin de la inmigración y, a pesar de no respaldar abiertamente la causa LGB —aboga incluso por el fin del matrimonio igualitario en su país—, esta comunidad constituye una relevante facción de su electorado.
Una de las razones principales de esta aparente incongruencia es la abierta homosexualidad de los principales asesores de la mandataria, como Florian Philippot, vicepresidente del partido, o el activista Sébastien Chenu. El país galo, a diferencia de los Países Bajos, cuenta con una menor aceptación social del matrimonio igualitario —71% frente al 91%—, lo que hace a Le Pen más comedida en su defensa de los derechos LGB. Los recientes atentados terroristas, las controvertidas políticas de integración de inmigrantes y la existencia de barrios segregados en la periferia de las grandes ciudades francesas —los llamados banlieues— suplen la falta de compromiso del partido con el matrimonio. De la misma manera que en los Países Bajos, el miedo a la invasión de una cultura extranjera y los supuestos riesgos que acarrearía para la comunidad LGB conlleva un aumento del nacionalismo excluyente como única solución verdaderamente francesa, eje central del Frente Nacional.
Esta exacerbación nacionalista lepeniana ha encumbrado al partido a recibir un 38,6% de intención de voto de gays casados, a pesar de su manifiesta oposición al matrimonio igualitario. En la ciudad de París, la intención de voto a Le Pen de la comunidad homosexual era significativamente mayor al de la heterosexual. Sus planes presidenciales se vieron truncados por el centrista Emmanuel Macron, pero su estela impregna cada capa de la vida política y social francesa: la incompatibilidad entre islam y homosexualidad, entre centro y periferia urbanos o entre inmigración e identidad nacional polariza cada vez más la sociedad gala. Los homosexuales ya no temen, sino admiran, a un partido que hasta hace poco tiempo los trataba como ahora tratan a los musulmanes: con abierto rechazo en nombre de la identidad nacional.
Make America Gay Again
Las recientes elecciones estadounidenses, al contrario que las francesas, arrojaron un jarro de agua fría sobre las minorías del país. A lo largo de los cincuenta estados, mujeres, homosexuales e inmigrantes asistían perplejos a un espectáculo sin precedentes: la elección a presidente de un outsider que, apelando a la identidad nacional —construida tras siglos de diversidad—, cargaba contra cualquier grupo minoritario. La candidata demócrata Hillary Clinton, como sucesora de Barack Obama, se perfilaba como la mejor opción para continuar con las políticas pro-LGB, piedra angular del programa del presidente saliente. Aun así, su presencia como primera dama durante el mandato de Bill Clinton, alejado de la actual retórica favorecedora a la causa LGB —con políticas como “No preguntes, no lo digas” o el Acto de Defensa del Matrimonio—, ha jugado en su contra a ojos del electorado.
La campaña del republicano, caracterizada por su gran presencia mediática, ha tenido un fuerte aliado en la comunidad homosexual: el incendiario Milo Yiannopoulos. Antiguo editor del periódico digital Breitbart News —cuyo anterior director, Steve Bannon, es el actual estratega jefe del presidente Trump—, el mediático Yiannopoulos pertenece a la extrema derecha estadounidense, conocida como alt-right.
Para ampliar: “Alternative Right”, SPLC
Yiannopoulos ha tenido gran peso en la creación del lobby homosexual que más apoyos ha recabado para la campaña del republicano: Gays for Trump. El grupo no solo se jacta de su abierto rechazo a los musulmanes, especialmente tras el atentado contra una discoteca gay en Orlando, sino que considera a Trump el republicano más activo en la causa LGB y el único capaz de hacer Estados Unidos verdaderamente gay-friendly. El término gay se ajusta perfectamente a la imagen de votante LGB afín a Trump, ya que este grupo carece de verdadera diversidad: está formado principalmente por hombres gays blancos. Dicha imagen, representada a la perfección por el mismo Yiannopoulos o Lucian Wintrich, corresponsal de prensa en la Casa Blanca, constituye un paradigma de la nueva extrema derecha, en la que la tolerancia hacia la comunidad LGB se basa en el cumplimiento de una identidad cerrada dominada por “jóvenes, guapos (normativamente), delgados, blancos, de clase media”.
La campaña para limpiar la imagen del magnate de cara al electorado LGB no ha tenido un gran impacto: según las encuestas, solo un 14% votó al candidato republicano; el 78% se decantó por la política demócrata, si bien los sectores afines a Gays for Trump cuestionan la veracidad de estas cifras. Sus recientes decisiones tampoco favorecen la frágil imagen de salvador que le otorgaban sus seguidores: la revocación de la orden ejecutiva que permitía a los estudiantes trans elegir baño de acuerdo con su género sentido —la llamada Bathroom Bill— fue una de las primeras maniobras federales contra la comunidad. El reciente viaje a Arabia Saudita ha sido el último varapalo para su electorado cuando muchos de ellos tildaban de hipócrita a la candidata demócrata por defender los derechos LGB a la par que recibía dinero de países homófobos. Anteponer los intereses económicas del país —acuerdos por venta de armas que alcanzan la cifra de 350.000 millones de dólares— a los derechos humanos —inexistentes en su discurso en la Cumbre Árabe Islámica Americana— muestran el evidente giro realista de la política estadounidense tras el comienzo de la era Trump.
Ante semejante panorama, el único capaz de arrojar un rayo de esperanza sobre el arcoíris que se esfuma en Washington es Jared Kushner, yerno y consejero del presidente. Junto con la primera dama, Ivanka Trump, ha conseguido frenar una orden ejecutiva que habría dado al traste con la protección de los derechos LGB en el ámbito laboral, uno de los hitos de la política LGB de la Administración Obama. Sus vínculos personales con el actual primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, así como los acuerdos comerciales que su agencia inmobiliaria posee con instituciones de Israel, han hecho saltar las alarmas, al considerar el apoyo de Kushner a la causa LGB una adaptación estadounidense del pinkwashing. El pinkwashing, la instrumentalización de los derechos LGB por parte de Israel como estrategia para lavar su imagen ante Occidente, es una estrategia política intrínsecamente ligada al homonacionalismo. La supuesta aceptación de parte del ideario de la comunidad mediante la creación de identidades homonormativas no es más que un trámite para la justificación de actitudes opresoras contra otra minoría —palestinos en el caso del pinkwashing e inmigrantes en el caso del homonacionalismo—.
Para ampliar: “Homonormatividad y existencia sexual: amistades peligrosas entre género y sexualidad”, Á. Moreno Sánchez y J. I. Pichardo Galán, 2006
De esta manera, el compromiso de la Administración Trump con la comunidad LGB supone un mero maquillaje con la expectativa de volverla ciega ante su propia instrumentalización. Con su estrategia de enfrentar a unas minorías contra otras, no solo aumenta su poder como presidente; también reduce la capacidad de maniobra de cada grupo. Se diría que el esfuerzo de Donald Trump por “Hacer América grande de nuevo” solo es posible a costa de empequeñecer las minorías que han construido la nación.
¿Existe esperanza tras el muro de colores?
Países Bajos, Francia o Estados Unidos no constituyen ejemplos aislados dentro del fenómeno del homonacionalismo. La extrema derecha ha adoptado esta estrategia en menor o mayor medida en todos los países en los que se encuentra presente. El más reciente es el caso del partido Alternativa para Alemania —tachado de “neonazi” por sus críticos—, cuya candidata a las elecciones alemanas del próximo otoño, Alice Weidel, es abiertamente homosexual, a pesar de la defensa del partido de la “familia tradicional”.
Uno de los factores que explica el auge del homonacionalismo es el estilo de vida de algunos sectores homosexuales y bisexuales, superficial y consumista. A pesar de su orientación sexual, otras características los sitúan en ocasiones en una situación de privilegio —varones blancos de clase media-alta—, lo cual los acerca a una política reaccionaria de derechas. Esta identidad homonormativa, supuestamente amenazada por los flujos migratorios de países homófobos —en su mayoría musulmanes—, lleva a anteponer la seguridad a los avances sociales y elegir representantes protectores de la homonormatividad bajo la premisa de la protección contra las fuerzas invasoras. Dicha cruzada contemporánea, apodada por algunos “choque sexual de civilizaciones” inspirándose en el “choque de civilizaciones” del politólogo Samuel Huntington, hace referencia a las posiciones antagónicas de la cultura occidental y oriental respecto a los derechos LGB. La extrema derecha, valiéndose de esta premisa y enfrentando a minorías raciales y sexuales, aumenta su redito político a la vez que construye un modelo nacional basado en la exclusión de aquellas identidades raciales y sexuales no normativas.
Para ampliar: “Por qué los gays se han pasado a la derecha” (en francés), Didier Lestrade, 2012
Las perspectivas de cambio parecen lejanas y la retórica incendiaria de la extrema derecha enmudece las voces que apelan a la interseccionalidad, la unión de las diversas identidades oprimidas por los grupos privilegiados. A pesar de ello, son numerosas las llamadas a la asociación entre minorías discriminadas. La homófoba homonormatividad, propia de la extrema derecha, no representa a toda la comunidad LGB, del mismo modo que el extremismo religioso no es intrínseco a ninguna religión. La creciente militarización de las sociedades, el rechazo de la multiculturalidad o la falta de tolerancia son factores comunes para minorías raciales y sexuales, y únicamente mediante su unión se alcanzará la verdadera igualdad.
El odio solo genera odio y el homonacionalismo solo favorece la islamofobia. La lucha conjunta contra los privilegios y la discriminación es el mejor antídoto y el único escudo capaz de proteger contra las embestidas de una extrema derecha que, valiéndose de una dañada identidad nacional, trata de reducir a cenizas toda expresión de diversidad, propia de cualquier sistema que aspire a llamarse democrático.
Para ampliar: “El fantasma de la media luna en Europa”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2017
Por: Álex Maroño
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