Parece sencilla la respuesta de quién manda en nuestro país. No lo es. Sí, estoy seguro que, formalmente, quien constitucionalmente debe mandar es el pueblo, el que “soberanamente” elige a sus gobernantes, en quienes delega el poder por un tiempo determinado, con el mandato de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes y el deber de rendir cuentas.
Conocía de la obra de Ortega y Gasset desde muy joven y por mis estudios filosóficos superiores. Sabía de su gran influencia en España y otras latitudes, tanto que leía y escuchaba que se trataba del pensador de mayor influencia del siglo pasado.
Con su proclamación de la aurora de la razón histórica, entendiendo que la cultura moderna o cartesiana había llegado a su fin y que, por ser el hombre óntica y radicalmente, movilidad y cambios, no tiene naturaleza, lo que tiene es historia. De ahí que ha llegado la hora de sustituir la razón pura por la razón narrativa y esta es la razón histórica.
Pero, entre sus obras, la que más me ha marcado es La Rebelión de las Masas, la que releo recurrentemente. En su segunda parte, titulada quién manda en el mundo, en gran medida encuentro algunas respuestas a lo que viene pasando en los últimos tiempos en que parece que el pueblo se ve gobernando, al motorizar un cambio de gobierno y de decisiones gubernamentales, de forma inusitada.
Una población que parecía dispersa, dividida en trozos, sin comunicación entre sí y formando mundos interiores e independientes, que no hacía suyo el destino del país, parece encaminarse a un proceso de unificación alrededor de las ideas de que somos dueños de nuestro destino y nuestros gobernantes deben responder efectivamente a su mandante.
La expresión más alta de esta unión ciudadana es la soberanía que viene ejerciendo la opinión pública, no como un invento de Dantón o de Santo Tomás, sino aquella que para Ortega es la fuerza radical que en las sociedades humanas produce el fenómeno de mandar.
No podemos dejar que nos dividan como sociedad, porque solo con una opinión pública poderosa el poder no se anula, porque cuando hay un vacío de opinión pública sincera se llena con la arbitrariedad y la fuerza bruta.
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